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"La historia del ADN: Watson y Crick, ¿juego de niños?"

ENRIQUE CERDÁ OLMEDO

Departamento de Genética, Universidad de Sevilla.

       Creo, con el filósofo Alfred Whitehead, que “una ciencia que duda en olvidar a sus fundadores está perdida”. Hay que repensar continuamente los contenidos de las ciencias e independizarlos de las contingencias de su descubrimiento. La Historia de la Ciencia tiene otros atractivos, entre ellos el de determinar las circunstancias propicias a la innovación en el conocimiento.

       La estructura en doble hélice de las moléculas bicatenarias de ácido desoxirribonucleico (ADN; en inglés DNA) se presta a imágenes visualmente atractivas y esa debe ser una de las razones de que se haya convertido en un icono global, quizá el icono más universal de nuestra época. Los autores de la propuesta, los doctores James Watson y Francis Crick, han sido canonizados por la prensa, que les atribuye incluso descubrimientos que no hicieron. No nos podemos imaginar ahora que “DNA” fuera, antes de ellos, la abreviatura de “Dogs Not Allowed” en hoteles y otros establecimientos USamericanos. El éxito mediático, en ciencia como en otras actividades humanas, debe mucho a circunstancias extracientíficas, menos relacionadas con el calibre de la invención que con la capacidad para atraer y manipular la atención de los comunicadores públicos.


1. La Olimpíada científica de 1953

       En 1953 se publicaron tres artículos muy breves agrupados bajo el título conjunto “Molecular structure of nucleic acids” (Nature 171:737-741). En el primero, Watson y Crick, dos científicos jóvenes, proponían la famosa estructura bihelicoidal para el ADN parcialmente desecado y dispuesto en fibras paralelas. Esta estructura aparecía como un modelo, es decir, como una hipótesis que satisfacía algunos conocimientos previos y otros presentados en los dos artículos contiguos, cuyos primeros autores eran Maurice Wilkins y Rosalind Franklin, respectivamente. Se cerraba así una carrera, breve pero frenética, de unos pocos investigadores. Agrandaba el éxito de los jóvenes la talla de uno de los perdedores, Linus Pauling, que ya era conocidísimo por sus aportaciones esenciales a la Química y a la Biología.

       La doble hélice tuvo una resonancia enorme. Los ácidos nucleicos, desdeñados hasta entonces por casi todo el mundo científico, a pesar de los resultados cimeros que ya se habían conseguido, se convirtieron de pronto en el objeto de muchedumbres de investigadores, continuamente crecientes y, por ahora, sin tendencia aparente a saturarse y mucho menos a disminuir.

       Me saldré del coro de los encomios para señalar que cualquiera que hubiera reunido la información disponible en 1953 sobre el ADN hubiera compuesto el modelo en doble hélice sin dificultad. Watson y Crick tienen sin duda el honor histórico de haber llegado los primeros, pero me parece evidente que sin ellos cualquier otro hubiera llegado a lo mismo poco después, como ocurre en las carreras deportivas con sprint final. Carecen de la relevancia histórica de los investigadores que, abordando en solitario temas impopulares, aportaron conocimientos inesperados que hubieran seguido ocultos mucho tiempo. Watson y Crick desdeñaron el trabajo experimental a largo plazo y persiguieron el éxito instantáneo aplicando métodos de moralidad muy dudosa. Su conducta, un ejemplo brillante de la “cultura del pelotazo”, ha encontrado muchos imitadores en la dura competición científica actual.

       Me permito señalar que la doble hélice es una estructura secundaria del ADN, es decir, una visión tridimensional concreta, en la que dos moléculas de ADN se enrollan una sobre otra. Ni siquiera es la única estructura secundaria del ADN. La estructura primaria de cada molécula de ácido nucleico basta para hacerlo portador de información: una larga cadena con cuatro tipos de eslabones distintos, los nucleótidos. La estructura primaria es la que nos sirve de guía para entender a todos los seres vivos y la que, representada sencillamente por una serie de cuatro letras, A, C, G, y T, se encuentra en bases de datos gigantescas, consultadas a diario por muchos miles de investigadores.

       El descubrimiento de la estructura primaria del ADN es sin duda más importante que el de su estructura secundaria, pero nadie parece saber a quién se debe. Fue la coronación de siete docenas de años de trabajo por docenas de investigadores, y por él recibió Alexander Todd el Premio Nobel en 1957, mientras que Watson, Crick y Wilkins lo recibieron por su estructura secundaria en 1962. Y más importante aún me parece el descubrimiento de que el ADN es el portador de la información genética. Este descubrimiento se debe esencialmente a Oswald Avery y fue el resultado de un trabajo largo, tenaz, de una calidad impresionante, prácticamente solitario y contra corriente, porque se daba esa hipótesis no solo por descartada, sino aun por imposible.


2. La estructura primaria del ADN

       Los ácidos nucleicos tienen la cuna más humilde que pueda imaginarse: la investigación de la composición química del pus por Friedrich Miescher en Tubinga (Alemania). Miescher estudió la nucleína, el complejo de proteínas y ácidos nucleicos que luego se llamó cromatina. El artículo inicial (Miescher 1871) fue propuesto para publicación en 1869, pero Felix Hoppe-Seyler, que era el editor de la revista y el jefe inmediato de Miescher, no debió considerar muy urgente la publicación. Miescher se había formado en Gotinga con Friedrich Wöhler, padre de la química orgánica, y recorrió varias universidades alemanas antes de ser nombrado profesor de Medicina en su ciudad natal, Basilea, donde prefirió investigar el esperma de salmón, no por la “nobleza” del material, sino por ser rico en nucleína y abundante en el Rin de aquellos tiempos.

       El progreso fue lento y difícil, porque la complejidad de la cromatina no estaba al alcance de las técnicas disponibles para fraccionar y purificar sus componentes hasta poder cristalizarlos y determinar su composición. Richard Altmann (1889) distinguió el ácido nucleico como componente de la cromatina y le dio su nombre. Albrecht Kossel y sus colaboradores, sobre todo en Heidelberg, identificaron la adenina, la timina, la citosina y el azúcar del ácido nucleico y las histonas de la cromatina y establecieron, entre otras cosas, la naturaleza del enlace peptídico. Los conceptos de nucleósido, nucleótido y desoxirribosa, entre otros, se deben a Phoebus Levene, un ruso que en San Petersburgo había sido discípulo de Alexander Borodin, catedrático de Química, orgulloso de sus investigaciones sobre la solidificación de los aldehidos, que se describía a sí mismo como “compositor dominguero”. Cabe pensar que puede aspirar mejor a la fama un compositor aficionado que un científico competente. Levene, desde su puesto de director del Departamento de Bioquímica del Instituto Rockefeller de Nueva York, introdujo un error catastrófico: que los ácidos nucleicos son tetranucleótidos, y no pueden contener información. En la ciencia, como en los crucigramas y en los rompecabezas, un error aceptado tiene consecuencias nefastas para el progreso.

       La estructura primaria de una cadena de ácido nucleico, como ahora la conocemos, es el resultado de una larga serie de investigaciones que solo pueden darse por culminadas a mitad del siglo XX (Brown y Todd 1952).


3. Los nuevos conceptos de la Química

       Los progresos de la química orgánica de los ácidos nucleicos fueron de la mano del desarrollo de nuevos conceptos generales. En el siglo XIX se creía que la materia viva es un coloide de partículas bastante grandes dispersas en agua, pero esto no dice nada de la composición de las partículas, que podrían estar hechas de moléculas pequeñas, como en las emulsiones, o incluso átomos, como en el oro o el grafito coloidal. Un concepto importante fue el de “Baustein”, propuesto por Kossel en unas conferencias en Harvard (Kossel 1911) para referirse a las moléculas pequeñas que se encuentran repetidas en muchos materiales biológicos, como los aminoácidos en las proteínas; el nombre, aproximadamente “ladrillo”, recuerda la composición de nuestros muros. Esas piezas se unían entre sí por enlaces covalentes, pero se seguía creyendo que los agregados mayores eran coloides de moléculas separadas. Hermann Staudinger encontró mucha resistencia para sus conceptos de polimerización y de macromolécula, aun tras la demostración de que las subunidades isopreno del caucho están unidas covalentemente (Staudinger 1920, Staudinger y Fritschi 1922).

       Para establecer con precisión la estructura de las moléculas de cualquier tamaño fueron esenciales las contribuciones de Linus Pauling a la teoría del enlace covalente y a la estimación de las distancias interatómicas. El Instituto de Tecnología de California (Caltech), que él contribuyó a crear, tuvo en la ciencia del siglo XX un papel muy gratamente desproporcionado a su pequeño tamaño real.

       Menos obvio fue reparar en el papel crucial de los enlaces débiles en la estructura de las macromoléculas. Para explicar los cambios conformacionales de las proteínas, por ejemplo, cuando se cuece un huevo, el chino Hsien Wu (1931) propuso que el plegamiento de la cadena polipeptídica da a las proteínas nativas una estructura tridimensional específica estabilizada por enlaces débiles, no covalentes. La existencia de estructuras complementarias, como las de la doble hélice y muchas otras macromoléculas, fue una idea de Pauling y Delbrück (1940). Ambos concibieron “sistemas de dos moléculas contiguas con estructuras complementarias”, estabilizadas por interacciones intermoleculares de atracción y repulsión de van der Waals, interacciones electrostáticas y puentes de hidrógeno.

       El puente que permitiría unir la Química y la Genética fue vislumbrado en una conferencia dada en Moscú en 1936 por Hermann Muller, un genético USamericano entonces emigrado a la Unión Soviética: un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades podría ser portador de información.


4. Los físicos miran a la Biología

       El trabajo más famoso de Hermann Muller fue la obtención de moscas Drosophila mutantes por exposición a rayos X, con el que estableció (1927) el primer vínculo entre la Física y la Genética. La figura que más ha influido en el nacimiento de la Genética molecular ha sido, probablemente, otro físico, Max Delbrück, miembro de una familia berlinesa que había prestado grandes servicios a la política y a la cultura de Prusia, doctor en astronomía por Gotinga y entusiasta de la física cuántica, aunque no muy versado en la tradicional. Creía que la Ciencia solo puede ser Física (si no importa la composición química de los sujetos de estudio) o Química (cuando importa) y no desdeñaba del todo la simplificación adicional, atribuída a Rutherford, de que fuera de la Física solo hay filatelia, coleccionismo descriptivo. En Berlín el joven Delbrück invitaba a gentes interesantes, la mayoría desconocidos entre sí y de él, a reuniones informales en casa de sus padres. De una de ellas salió la colaboración con el genético ruso Nikolai Timoféeff-Ressovsky y el físico radiólogo Karl Zimmer que llevó a una estima del tamaño de los genes de la mosca Drosophila (Timoféeff-Ressovsky et al. 1935). Este resultado, que abrió una vía inesperada para el conocimiento de los genes, fue difundido de una manera atípica: publicado en unas memorias académicas provincianas (¡como este artículo!), Delbrück repartió por correo doscientas separatas a personas que creyó que podrían interesarse. El efecto fue mucho mayor de lo esperado. El médico italiano Salvador Luria, que recibió un ejemplar de rebote, quedó tan impresionado que decidió que alguna vez trabajaría con Delbrück y, en efecto, ambos recibieron el Premio Nobel (1969) por el llamado ensayo de fluctuación, uno de los experimentos más hermosos de la historia, y de los más decisivos.

       Otro de los más influidos fue el físico Erwin Schrödinger. Refugiado en Dublin durante la guerra porque su peculiar vida privada no le permitió aceptar un puesto en Princeton, aprovechó el tiempo escribiendo un libro (Schrödinger, 1944), que movió a muchos físicos a ocuparse de la Biología.

       Delbrück creía que la fisión atómica era incompatible con la física cuántica y mientras trabajó en Berlín convenció a su jefe, Otto Hahn, para que no la intentase, pero el experimento se hizo tan pronto Delbrück se ausentó con una beca para Caltech (1938). Allí conoció a Emory Ellis, un médico que se interesaba por los fagos, virus que infectan a bacterias, y allí transcurrió la mayor parte de su carrera científica, dedicada a investigar los mecanismos fundamentales de la vida en los materiales vivos más sencillos disponibles para cada problema que le interesó: los virus para la información y la replicación; el hongo Phycomyces para la sensibilidad.

       Ilustraré la opinión de que la Química puede ser irrelevante para la comprensión de la Biología con un ejemplo. Imaginemos que unos extraterrestres quieren comprender nuestro juego del ajedrez. De nada les serviría el análisis químico exhaustivo de las piezas, porque lo que importa son las relaciones entre elementos abstractos. La Genética, que entonces era una “ciencia física” porque no tenía ni la más ligera idea de la naturaleza de los genes, ofrecía un medio para establecer el juego de relaciones que debería estar en la base de la vida. La Genética fue el arma favorita de Delbrück y sus seguidores, pero su consideración estaría aquí fuera de lugar.

       Una escuela de físicos completamente distinta, la de los cristalógrafos, se interesó gradualmente por la estructura de los materiales biológicos. Sus contribuciones, que se produjeron sobre todo en Inglaterra, fueron esenciales para concebir la doble hélice.


5. Los datos para el modelo

       El conocimiento de la estructura primaria y otras observaciones sobre el ADN acumuladas hacia 1950 bastaban para imaginar la estructura secundaria, la doble hélice, sin necesidad de nuevas investigaciones. Con muchos menos datos imaginó Linus Pauling la hélice alfa, una estructura secundaria que se encuentra en muchas proteínas (Pauling et al. 1951). Se dice que tuvo esa feliz idea mientras estaba en cama con fiebre cortando con tijeras un papel de periódico en el que había dibujado a escala la cadena polipeptídica, que es la estructura primaria de las proteínas. El juego consiste en encontrar una conformación tridimensional que forme muchos enlaces débiles, lo que augura estabilidad, comprobar que la estructura propuesta es compatible con todos los datos disponibles y esperar su confirmación por nuevos resultados experimentales.

       De la misma manera, se trataba de disponer uno o varios ejemplares de la estructura primaria del ADN en una disposición espacial que no solamente fuera estable, sino compatible con diversas observaciones experimentales, dispersas y heterogéneas. En unos meses se presentaron propuestas claramente erróneas, como la de Linus Pauling y la de Sven Furberg, y enseguida la ganadora. Los ganadores hicieron muy poco trabajo científico, pero hablaron y tomaron café con muchas personas que podían proveer detalles útiles. Tampoco ellos parecen haber conocido toda la información disponible, ni siquiera la ya publicada, que intentaré resumir a continuación.

       William Astbury, un miembro de la escuela de los cristalógrafos ingleses a la que pertenecía también Crick, publicó fotografías de la difracción de rayos X por fibras semicristalinas de ADN (Astbury y Bell 1938, Astbury 1947) que indicaban que la estructura del ADN es helicoidal y simétrica y tiene elementos que se repiten a distancias de 0.34 y 3.4 nm. Esta información está aun más clara en las fotos obtenidas por Rosalind Franklin, que fueron vistas por Watson y Crick antes de su publicación, cuando no tenían derecho a ello y contra la voluntad de su autora.

       Los experimentos de ultrafiltración de Torbjörn Caspersson (1934) indicaron que los los ácidos nucleicos son macromoléculas mayores que las proteínas. Esta observación sorprendió porque echaba por tierra la hipótesis del tetranucleótido (aunque no era incompatible con un polímero de tetranucleótidos). El mismo laboratorio (Signer et al. 1938) aplicó otras técnicas físicas para estimar que las moléculas de ADN de aproximadamente 1 Mdal son 300 veces más largas que anchas. Estos datos bastan para calcularles un diámetro aproximado de 2,0 nm.

       La titulación de las soluciones de ADN indicó que los fosfatos están muy accesibles e intercambian sus protones fácilmente con el medio, pero los protones de las bases son mucho menos accesibles (Gulland et al., 1947). John Gulland, que murió en un accidente ferroviario, estuvo seguramente muy cerca de imaginar la estructura completa.

       Erwin Chargaff y sus colaboradores analizaron muchas muestras de ADN de distintos orígenes y encontraron grandes diferencias en las frecuencias medias de A, T, C y G, pero también dos regularidades llamativas que resultaron esenciales para imaginar la doble hélice: la frecuencia de A es igual a la de T, y la de G a la de C (Chargaff 1950, 1951). Chargaff constató que la secuencia del ADN carece de una periodicidad reconocible, pero no se atrevió a considerarlo portador de información, ni siquiera cuando hacía años que se había demostrado que lo era.

       Para establecer los puentes de hidrógeno que unen a los pares de bases, A con T y G con C, había que elegir la forma tautomérica correcta entre las varias posibles y convenía conocer las distancias entre átomos. Watson y Crick obtuvieron estas informaciones de David Donohue y William Cochran. A Pauling le hubiera sido fácil acceder a las mismas, porque “Jerry” Donohue fue uno de sus colaboradores.


6. La información genética

       El concepto de información genética no implica necesariamente diversidad: el hecho de que nosotros tengamos dos ojos está tan determinado por nuestros genes como las variaciones de color del iris. Nuestro conocimiento de la herencia biológica se basa sin embargo en la observación de las diferencias entre unos individuos y otros. Es un conocimiento antiquísimo, cuya aplicación consciente fue la base de los progresos de la agricultura y la ganadería que permitieron la complejidad social necesaria para la cultura escrita y la evolución rápida de las ideas.

       El concepto de información, aplicado precisamente a la información genética, aparece claramente en Aristóteles, en cuya “Generación de los animales” se encuentra la versión original de la palabra misma, µορφη, la forma. El concepto permaneció nebuloso durante muchos siglos, a falta de un deslinde de atribuciones entre herencia biológica y agentes inmateriales, como las varias categorías de almas. En el caso del género humano, la genealogía, la “sangre”, justificaba el sistema social estratificado, pero el alma, además de indivisible e inmortal, era un don divino, independiente de los antepasados.

       Los inicios de la investigación experimental fueron lentos y poco fructíferos. Ni siquiera las conclusiones más brillantes encontraron un ambiente receptivo apropiado. La idea de que la información genética está organizada en unidades independientes se debe a Augustin Sageret (1826). El aspecto de los individuos, su fenotipo, resulta de la combinación de estas unidades, cada una de las cuales tiene consecuencias propias. Introdujo así la idea de combinatoria en Biología, en muchas de cuyas ramas llegaría a hacerse indispensable. Para explicar sus observaciones, Sageret tomó de los tipógrafos y los escultores los conceptos y los nombres de tipo y molde, usados aún en la descripción de los ácidos nucleicos. Imaginó “un tipo, un molde primitivo, que contiene un germen de todos los órganos, germen que duerme o despierta, se desarrolla o no, según las circunstancias”.

       Sageret basó sus conceptos en unos sencillos cruzamientos de variedades de melones, ahora Cucumis melo. Gregor Mendel (1866) hizo lo mismo con guisantes, Pisum sativum, pero tuvo el acierto de contar cuidadosamente los individuos de cada fenotipo y descubrió unas relaciones matemáticas precisas que concuerdan maravillosamente con el ciclo biológico haplodiploide que compartimos nosotros con los guisantes, los melones y muchas plantas y animales más.

       Las “leyes” de Mendel ennoblecieron a la Biología a los ojos de físicos y químicos y dispararon una oleada de investigaciones que la llenaron de nuevos conceptos. La aplicación de la nueva ciencia, la Genética, fue esencial en la “revolución verde” que ha permitido alimentar cada vez mejor al género humano al mismo tiempo que la población se cuadriplicaba en un siglo. A pesar de su esplendor conceptual y aplicado, la Genética ignoraba la naturaleza química de los genes, lo que impedía abordarlos directamente. A falta de pruebas y aun de indicios se supuso que los genes están hechos de proteínas; una suposición indisputada mucho tiempo tiende a convertirse en verdad absoluta.


7. El descubrimiento esencial: el ADN, portador de información genética

       El descubrimiento inicial que hizo posible la demostración de la naturaleza química del gen fue hecho por dos rumanos, Cantacuzene y Bonciu (1926), que siguen siendo casi desconocidos. Fueron los primeros en transformar bacterias de un tipo genético en otro incubándolas con un extracto libre de células de un cultivo de bacterias del otro tipo. Fue seguido de observaciones similares de Fred Griffith (1928), que tampoco les dio importancia. Oswald T. Avery, que dirigía un laboratorio en el Instituto Rockefeller de Nueva York, decidió averiguar la naturaleza química del principio transformante aplicando trabajo y paciencia. El trabajo fue lento, jalonado por progresos técnicos publicados por sus colaboradores (por ejemplo, Dawson y Sia 1931, Alloway 1933). La demostración de que el principio transformante es ADN, presentada por Avery et al. (1944), ampliada en dos artículos de McCarthy y Avery (1946) y resumida en McCarthy et al. (1946), impresiona por la calidad del trabajo y la brillantez de los argumentos.

       Esta conclusión fue confirmada y extendida por investigaciones publicadas en los años inmediatos siguientes. Así, por ejemplo, se demostró que el ADN es el principio transformante para otros caracteres genéticos de los neumococos (Hotchkiss 1951) y de otras bacterias (Alexander y Leidy 1951). Más general es que la cantidad de ADN que hay en distintos momentos en distintas células se ajusta a lo esperado para el material genético (Boivin et al. 1948). La propuesta de que la información va del ADN al ARN y de éste a las proteínas a través de una clave de tripletes (Boivin y Vendrely 1947, Dounce 1952, 1953) es también anterior a la doble hélice.

       Los trabajos de Avery tropezaron con el rechazo casi instintivo y visceral de algunos científicos de la época, incluso en su propio instituto, y fueron ignorados por los demás. Así, por ejemplo, el libro de texto de Genética de Hovanitz (1953) explica el gen con un esquema, debido a R E Emerson, de una pareja de proteínas de estructuras complementarias, como la pareja formada por una figura de escayola y su molde. Una de las proteínas tendría actividad biológica, por ejemplo enzimática, mientras que la pareja permitiría la reproducción. La “escuela de los fagos” reunida alrededor de Delbrück no se convirtió al ADN hasta los éxitos de sus propios miembros: la doble hélice de Watson y la demostración por Hershey y Chase (1952) de que el ADN es el material genético de un fago, mucho menos convincente que la de Avery.

       Esta historia debería avergonzar a los aparatchiks de la ciencia porque pone en ridículo los criterios con los que deciden la financiación de la investigación y las carreras de los científicos. Avery cumplió 67 años en 1944 y él y su laboratorio llevaban once años sin publicar ni una sola línea.

       Escribió Arthur Schopenhauer que “Toda verdad pasa por tres etapas. Primero se ridiculiza, luego se rechaza violentamente y finalmente se acepta como evidente”. Esta generalización es sin duda discutible, pero apropiada a la historia de Avery. Claro es que la precipitación no conviene a la ciencia, porque la aceptación del error es mucho más perjudicial que el reconocimiento de la ignorancia. En frase de Voltaire, “la verdad es una fruta que debe cogerse muy madura”. Bien están la precaución y la desconfianza, pero el principio de precaución no debería ser obstáculo para el reconocimiento de los investigadores que con sus resultados inesperados abrieron nuevas perspectivas al conocimiento, aunque sean, como Avery, personas poco dispuestas al autobombo y la publicidad. Como dijo Chargaff, “nos honraría a todos honrarle más”.

       El descubrimiento de Avery y sus colaboradores me parece el más importante del siglo XX. Identificado como portador de la información genética, el ADN dejó de ser una curiosidad bioquímica para convertirse en el sujeto más abordado de la Ciencia, indispensable para el conocimiento de los seres vivos, y en el fundamento de infinitas aplicaciones prácticas.


Referencias

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estadisticas última actualización: 19/12/2014 11:39:43. por Miguel Burgos © Sociedad Española de Genética